10.7.06

Un billete de cinco.

Estaba en casa, disfrutando de una película antigua con uno de esos actores clásicos, Tom Hanks. Era esa en la que el tío vive en una isla y habla con un balón de voleibol. Cuando recibí la llamada estaba en ese punto tan triste en el que míster Hanks decide poner rumbo a lo desconocido en una barcucha que se ha hecho con cuatro palos y una puerta, y Wilson, que así se llama el balón, su amigo, se cae al agua y se lo lleva la corriente. Quizá te parezca una chorrada, pero siempre que llega esa escena me pongo tonto. Bueno, el caso es que estaba concentrado en el dramatismo, podría decirse que buscando el llanto, cuando sonó el teléfono.

Estuve mirando el número antes de descolgar: Carlos. Hacía meses que no sabía nada de él.

- Hola Carlos -dije.

Dani, tío, ¿cómo lo llevas?

- Bien, como siempre, ya sabes: trampeando aquí y allí.

Oye, ¿haces algo esta noche?

- No tenía nada pensado, ¿por?

Verás, tío, necesito que me hagas un favor. ¿Podrías venir al Black Cabin y te invito a una cerveza? Sin compromiso, tío, te cuento de qué va y si no quieres te largas.

- Claro. ¿A qué hora?

Cuando quieras, tío, yo ya estoy ahí.

- Muy bien, nos vemos en una hora.

Colgué y volví a concentrarme en Tom y sus heroicas miserias, aunque tuve que rebobinar la escena para recuperar la tontería. Llorar por placer es un gustazo, te deja como nuevo.

--- X ---

Cuando llegué al Black Cabin Carlos me esperaba fumando al final del local, con una cerveza en la mesa. Llegué a su lado y tomé asiento.

- ¿Qué te cuentas, Carlos?

- Bien, bien. He conocido tiempos mejores, tío, pero así ha sido toda mi vida. ¿Y tú?

- Como siempre, tío. Tranquilo.

Nos dimos la mano, y acto seguido hice un gesto para que la camarera me trajera la primera cerveza: la noche prometía ser larga.

- Bueno, Carlos, no me tengas en ascuas: dispara. ¿Para qué me has hecho venir? –dije.

- Tío –contestó-, verás, ahora que te tengo delante me doy cuenta de que ha sido una tontería, pero, tío, en realidad necesito que me ayudes.

Carlos me miraba esperando que me diera por aludido, que hiciera ese gesto o ese ruido que significa: sigue. Sus ojos tenían ese brillo tan característico del que ha estado jugando con las pastillitas de colores. ¿Plumb? ¿Smelt? Ni idea. En fin, carraspeé para que mi voz sonara grave cuando dije:

- Tú dirás, Carlos.

¿Y qué otra cosa podía decir? Fue Carlos el que me escondió en su piso cuando pasó lo del Lucas, y menos mal, porque el Lucas de los cojones estaba loco. Cuando peleaba se transformaba en una mala bestia de mucho peligro. Yo tampoco era manco, es verdad, pero con el Lucas hubiese sido una pelea igualada, y esas y en las que tengo las de perder son las peleas en las que nunca he acostumbrado a meterme. El caso es que el cabrón del Lucas me estaba buscando por un malentendido con unas cuantas dosis de plumb, ya sabes, la típica mierda de camello, y ahí intervino Carlos, que me escondió en su piso durante un mes. Estuvo de puta madre. Un mes en el cielo gracias al plumb, aunque también pude dedicarme a otras cosas: la semana que a Carlos le tocó de noche me tiré a Sonia, y menudo polvazo, aunque recuerdo sentirme un poco extraño en la cama de Carlos follando con la novia de Carlos, como la estrella invitada de una serie cutre de una cadena cutre. Bueno, él no lo sabía, así que supuse que le debía un favor. Intenté poner cara de concentración mientras escuchaba:

- Pues, tío, verás, te acuerdas del Lucas ¿no?, pues supongo que sabes que se metió con los camellos gordos, que ya no trafica ni con plumb ni con kaan ni con smelt, que ahora está con la mandrilina y la campeadona. El cabrón está viendo mucha tela, ya sabes, trajes nuevos, coches nuevos, casas nuevas, chicas nuevas, cantidad de chicas nuevas.

Lo cierto es que no sabía nada del Lucas desde que pasó lo del plumb, pero no podía permitirme que Carlos supiera que yo estaba más calmadito, se trata de aparentar, ya sabes. Así que dije:

- Claro.

- Pues, verás, quedé varias veces con él para pillarle mandrilina, me encanta esa mierda, tío, y lo que empezó siendo algo rápido, ya sabes, te pago y me voy, se ha ido complicando.

Así que mandrilina. Bueno, todavía no se le notaban los síntomas de abuso, pero todo el mundo sabe que jugar con la mandrilina tiene muy pocas salidas. Te auguro un luminoso y miserable futuro, pensé con mala leche. Carlos siguió a lo suyo:

- A medida que ha ido prosperando el cabrón ha subido los precios, tío, y por lo que antes comprabas cinco dosis ahora te llega para una, y a precio de amigo, tío.

Pobre Carlos, pensé. Estás en la rueda, amigo. Continuó:

- Con el tiempo he llegado a pequeños acuerdos con él, y me guarda algunas de las dosis menos cortadas a cambio de hacer recados: llevar un paquete aquí, recoger una bolsa allá, ya sabes, tío.

No daba crédito. ¿Cómo había llegado Carlos a ser un mandriadicto? Un trabajo serio, una chica que le quería, una vida por la que merecía la pena levantarse cada mañana. De acuerdo, siempre nos había gustado colocarnos, esa pizca de caos con la que aderezas tu rutina, pero ahora había decidido tirarse de un avión sin paracaídas.

- Joder, creo que necesito otro mandriviaje –dijo, como para confirmar lo que estaba pensando. Se levantó y puso rumbo al cuarto de baño.

Carlos estaba perdido, tenía el mismo futuro que un abono de metro gastado y tirado en el suelo, pisado, sucio. ¿Qué pintaba yo en todo aquello? De acuerdo, Carlos y yo habíamos sido colegas, y vale, me había tiado a Sonia, pero ¿iba a involucrarme en la movida de un mandriadicto? Joder, que yo ya estaba por otros derroteros, que yo ya tenía un trabajo y un pisito y cuenta corriente y lavadora y agua embotellada y, sobre todo, un montón de ganas de volver a casa. Eso ya no era mi mundo. Me repetí: ¿iba a involucrarme en la movida de un mandriadicto?

Ni de coña.

No esperé a que saliera para saber qué había detrás de todo ese numerito. Dejé la cerveza a medio terminar y un billete de cinco en la mesa. Salí del Black Cabin pensando que estaría bien alquilar otra de Tom Hanks, una de guerra, por ejemplo.

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